De repente en la vida las cosas pasan sin esperarlo, íbamos por la ruta 3 camino a La Quiaca cuando un cartel sobre la ruta movilizo mi curiosidad,” Reserva Aborigen Hornaditas” decía. Por supuesto me gustó lo de hornaditas, sonaba a cálido, a hogar, a horno de barro, y me desvié de la ruta.
Ya con sólo bajar por un camino pedregoso, se empezaron a sentir el balar de los corderos, ese olor a lana y yuyos aromáticos, leña de ranchos mezclada con pastos secos. Y por encima del silencio frío de la montaña, ese rumor de vida debajo de la nada, crujidos de pezuñas entre los churquis, balidos débiles, ramas agitadas, Era difícil verlos claro, pero se los oía y se los olía y con eso bastaba para sentirse vivo. Seguimos el sendero hasta llegar a la plaza de la comunidad. Sobre el playón de tierra apisonada sólo un escenario de adobe coronado en su centro por un centenario algarrobo del cual colgaba una campana.
Nos contaron más adelante que la campana llamaba a reunión en misas, celebraciones a la Pachamama y fiestas importantes. Con un poco de pudor la hice sonar, su retumbo sordo me toco el alma.
Al costadito de la plaza, frente a la iglesia había un corral de cabras, fuimos hasta allí como dos turistas del montón a sacar las fotos de rigor, salió del rancho la dueña de la casa y de las cabras diciendo sin mucho rodeo que sacar fotos eran dos pesos. Pagamos sin dudarlo y quedamos charlando con su pastora mientras la veíamos irse hacia la ruta, caminando lento, un paso tras otro para vencer la altura, con ese baile sabio del quebradeño que sabe que de un paso en un paso se llega a destino. Su ropa era colorida, su sombrero oscuro y sus medias del color de la tierra que pisaba. Se la veía altiva, dueña y señora de su pequeño rodeo dejando instrucciones, que no los sueltes hasta que no vuelva, que hacé de comer, que llego al mediodía, y se fue.
Saludamos a la mujer niña que quedo a cargo y salimos para la ruta, ahí estaba la doñita esperando el colectivo, nos hizo señas y paramos,
-¿Para donde van? dijo,
-A la quiaca, contestamos.
-¿Me llevan?, preguntó.
Claro dijimos y a modo de chiste agregamos _“pero son dos pesos”.
Se rió y subió. Llevaba en la piel y en las ropas el olor a humo, sus manos ásperas y su cara curtida poco hacían juego con los colores de sus ropas.
Y el auto rodaba en silencio. Había poco por hablar, me daba pudor molestar su silencio, como si haberla llevado me diera derecho a preguntar nada, pero dije para romper el hielo, _¿porqué encierra sus cabritos en pleno día?
Hay mucho zorro estos tiempos, me contesto sin demasiado entusiasmo.
Puse música bajito para romper el silencio. De repente, la escucho _”Que triste la vida , no?”
“¿Qué le pasa?” , me atreví a preguntar
Voy a Iturbe para buscar mi partida de nacimiento, nunca tuve documento, acá viví siempre, vivieron los abuelos de mis abuelos, nunca necesitamos papeles. Ahora me piden constancias. Ya tengo el certificado de primer grado ( de la escuela de la campana pensé yo) y ahora necesito el documento. Gentes malas de otras partes quieren quedarse con lo nuestro, dijo entre lágrimas.
Y de repente, ese día doña Presentación Vilte, abuela, pastora y dueña legítima de ese pedazo de la quebrada lloró por sus tierras en el asiento de atrás de mi auto hasta que la dejamos en el registro civil de Iturbe para recoger los papeles que necesitaba un abogado de Tilcara.
Ya con sólo bajar por un camino pedregoso, se empezaron a sentir el balar de los corderos, ese olor a lana y yuyos aromáticos, leña de ranchos mezclada con pastos secos. Y por encima del silencio frío de la montaña, ese rumor de vida debajo de la nada, crujidos de pezuñas entre los churquis, balidos débiles, ramas agitadas, Era difícil verlos claro, pero se los oía y se los olía y con eso bastaba para sentirse vivo. Seguimos el sendero hasta llegar a la plaza de la comunidad. Sobre el playón de tierra apisonada sólo un escenario de adobe coronado en su centro por un centenario algarrobo del cual colgaba una campana.
Nos contaron más adelante que la campana llamaba a reunión en misas, celebraciones a la Pachamama y fiestas importantes. Con un poco de pudor la hice sonar, su retumbo sordo me toco el alma.
Al costadito de la plaza, frente a la iglesia había un corral de cabras, fuimos hasta allí como dos turistas del montón a sacar las fotos de rigor, salió del rancho la dueña de la casa y de las cabras diciendo sin mucho rodeo que sacar fotos eran dos pesos. Pagamos sin dudarlo y quedamos charlando con su pastora mientras la veíamos irse hacia la ruta, caminando lento, un paso tras otro para vencer la altura, con ese baile sabio del quebradeño que sabe que de un paso en un paso se llega a destino. Su ropa era colorida, su sombrero oscuro y sus medias del color de la tierra que pisaba. Se la veía altiva, dueña y señora de su pequeño rodeo dejando instrucciones, que no los sueltes hasta que no vuelva, que hacé de comer, que llego al mediodía, y se fue.
Saludamos a la mujer niña que quedo a cargo y salimos para la ruta, ahí estaba la doñita esperando el colectivo, nos hizo señas y paramos,
-¿Para donde van? dijo,
-A la quiaca, contestamos.
-¿Me llevan?, preguntó.
Claro dijimos y a modo de chiste agregamos _“pero son dos pesos”.
Se rió y subió. Llevaba en la piel y en las ropas el olor a humo, sus manos ásperas y su cara curtida poco hacían juego con los colores de sus ropas.
Y el auto rodaba en silencio. Había poco por hablar, me daba pudor molestar su silencio, como si haberla llevado me diera derecho a preguntar nada, pero dije para romper el hielo, _¿porqué encierra sus cabritos en pleno día?
Hay mucho zorro estos tiempos, me contesto sin demasiado entusiasmo.
Puse música bajito para romper el silencio. De repente, la escucho _”Que triste la vida , no?”
“¿Qué le pasa?” , me atreví a preguntar
Voy a Iturbe para buscar mi partida de nacimiento, nunca tuve documento, acá viví siempre, vivieron los abuelos de mis abuelos, nunca necesitamos papeles. Ahora me piden constancias. Ya tengo el certificado de primer grado ( de la escuela de la campana pensé yo) y ahora necesito el documento. Gentes malas de otras partes quieren quedarse con lo nuestro, dijo entre lágrimas.
Y de repente, ese día doña Presentación Vilte, abuela, pastora y dueña legítima de ese pedazo de la quebrada lloró por sus tierras en el asiento de atrás de mi auto hasta que la dejamos en el registro civil de Iturbe para recoger los papeles que necesitaba un abogado de Tilcara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario