miércoles, 31 de marzo de 2010

MALA ALUMNA


¿Dónde se aprende el arte de la paz?

De nuevo son las doce y no duermo

Solo quisiera poder desconectarme

para tener un poco de descanso.

Mañana arranca de nuevo

este loco carrousel en el que se transformó la vida

circo loco sin payasos dónde somos

a veces público

y a veces tristes malabaristas

con trajes de lentejuelas tapando los emparches.

Un día para prender velas

POEMA CANCIÓN DE LAS NUBES BLANCAS
...Hay nubes blancas en el cielo
grandes acantilados se elevan hacia lo alto
interminables son los caminos de la tierra
montañas y ríos obstruyen el camino
te ruego que no mueras
por favor, trata de venir nuevamente...
(poesía anónima japonesa)


¿comprendes amor mío
porqué de pronto callo
y sube del silencio
como un levísimo eco de lágrimas? ...
Edgar Morisoli, poeta pampeano.

17 de junio


Mi abuelo fue el hombre de mi infancia, quizás porque mi papá estaba muchas veces enfermo , quizás porque el carácter de ambos era diferente, pero indudablemente el abrazo de oso siempre vino de mi abuelo. Y esto lo digo con fundamento. Mi abuelo medía un metro noventa y pesaba según él , aunque todos lo dudabamos, 150 kilos en la balanza. Eran un gigante querible.
Mi abuelo vestía de lunes a lunes traje oscuro, camisa blanca impoluta con monograma O.J.M. y moño de seda, una rareza de la elegancia masculina ya en extinción. Olía siempre a hombre recién afeitado y usaba colonia inglesa que sacaba de un frasco enorme de etiqueta dorada y roja y se esparcía con golpes de titán en los cachetes. Cuando salía del baño yo entraba a oler ese olor con fruición y esperaba la mágica frase que decía, te lleno la bañadera , donde me metía como una Esther Williams de 5 años. Cabe aclarar que la bañadera de mi abuelo era enorme y blanca con unas canillas gigantes de bronce que goteaban un sordo pluc pluc que era música para mis precoces oídos de niña melómana.
Tenía la gloriosa combinación de saber comer y saber cocinar al mismo tiempo con fondos de Larralde. Los sábados la cocina de mi abuelo olía a fiesta. No era que mi abuela no cocinara, lo hacía y bien. Pero el sábado la cocina pasaba de mano y era el reino de mi abuelo. Las ollas hervían pastas caseras, después carnes acompañadas de delicias y solo el postre quedaba en manos de la reina culinaria saliente, o sea mi abuela que a regañadientes, ese día no era la estrella de la cocina.
Una vez por año mi abuelo hacía caracoles, rito tano de paciencia y cierta crueldad, en el que yo participaba de reojo porque me daban pena esos bichos encerrados bajo una loseta comiendo solo polenta para después ir a parar a la olla hirviendo. Pero debo decir que me los comía con felicidad, no sé si porque me gustaban o porque mi abuelo siempre decía con orgullo, mi nieta come caracoles desde chica, que nene come caracoles así, sin hacer un problema. Y yo decidí a los seis años que los caracoles eran un manjar de los dioses y lo sigo sosteniendo. Todavía oigo el tintineo de los caparazones en el plato hondo y me suena a música celestial.
A pesar de haber vivido grandes dolores, tenía el don de carácter de fabricar a diario grandes felicidades , manejaba un enorme Desoto negro , para mí como una carroza que mantuvo por años sin dejarse entusiasmar por autos modernos y estilizados. Para subirnos había que saltar un poco, el auto era alto y mi hermano y yo dos enanos claro. Y mientras manejaba contaba cuentos y poesías que nos hacían aprender para su delicia y todavía recuerdo, El negro Falucho que fue muerto en el mástil custodiando la bandera, Rudecinda y su Ciriaco que bajaban el faldeo prendiditos de la mano , y sostenía que en el techo iba un lorito charlatán que nos contaba cuentos que tuve que admitir con los años que salían de su estómago y su boca entrecerrada. Mi primer desilusión no fueron los reyes magos ni papá Noel, como el de cualquier chico que se precie. Tuve que admitir antes que eso y con más resignación que no había ningún lorito en el techo del Desoto , calculo que alrededor de los 10 años. Ya era inadmisible pasar por tan ingenua , creo, a esa edad. Igual con mi hermano lo mantuvimos en secreto un tiempo más, o se hizo el engañado más bien para no romper con esa magia familiar de años.
Los sábados a la noche, cada tanto, dormíamos en su casa. Su enorme cama que hacía honor a su tamaño corporal claro, se transformaba, silla dada vuelta mediante cubierta por sábanas , en una carpa de indios dentro de la cual se cenaba pollo con arroz o churrasquitos de lomo en pan. De más está decir que mi mamá nunca estuvo de acuerdo con semejante descontrol y que no hubo campamento escolar que me entusiasmara después de semejante experiencia de permisividad y diversión bajo una carpa hecha de sábanas.
Mi abuelo vivía en una casa con patio de baldosas y una fuente española en el centro que por alguna rareza que nunca averigüé, en lugar de tener agua tenía tierra con pensamientos violetas y amarillos en invierno y corales rojo furioso en verano custodiados por sapos de cerámica que abrían su boca para decir quién sabe qué cosa, ya que como explique, debido a la falta de agua , no podían largar nada por las bocas abiertas para tal fin. Contra las paredes cultivaba con amor y riego las más grandes hortensias que jamás vi, y juro que a pesar de mi corta estatura y perspectiva sesgada, eran igual mucho más altas que él, y por lo tanto , de más de dos metros. Y en un rincón de las hortensias, un banco de quebracho hecho por sus propias manos era su refugio para disfrutar el jardín y claro, también el mío donde yo armaba mi casita de muñecas improvisada.

Fue un hombre de intensas pasiones, aparte de mí, disculpen la megalomanía pero con mi abuelo es así, tenía adoración por mi abuela, una señora morocha y con clase que sabía llevarlo para el lado de sus deseos con calidad de hembra que se sentía amada. Mi abuela, con las más bellas piernas que conocí , un don para tratar al hombre y un rodete oscuro y elegante que él amaba, se llamaba Angélica, pero él, vaya a saber por qué capricho y complicidad matrimonial le decía Genoveva y como palabra mágica ella salía tras sus pasos. Por qué Genoveva, preguntaba yo, y ella con orgullo me explico que era por Genoveva de Brabante, mítica reina del 1200 y esposa de Sigfrido y ahí comenzó el bichito de la curiosidad por la literatura.
Mi papá y mi mamá me inculcaron el amor a los libros, pero fue mi abuelo el que a partir de los 6 o 7 años, como un rito de entrega y dedicación pasaba por mi casa el último día del mes a traerme el nuevo libro para mi colección que corría a buscar a la librería El Ateneo al cobrar su sueldo. Le debo a él mi primera biblioteca, el orgullo de tenerla y el placer de esperar el próximo libro con la certeza que no iba a faltarme que no es poco para la ansiedad de una niña de ocho años.
Así como amaba la vida social amaba la naturaleza y todavía lo recuerdo en pantalón corto y botines, como él los llamaba , haciendo pozos, plantando agapantos en cantidades irrisorias, nunca dije que era un hombre medido para ser honesta, pero gracias a esto fui llevando hijos de sus plantas a cada casa que tuve como un exorcismo contra las desgracias y para contagiarme de su filosofía. Agarraba la pala horas y se empapaba como un burro. Si yo le decía que estaba todo mojado, él me contestaba que así eliminaba las toxinas de la ciudad. Ahora sé que no es tan cierto pero no sería capaz de contradecirlo ni ahora que ya no está. Y aunque ya no tenemos esa chacra paso por la puerta para ver su cuarta generación de sauces plantados por él mismo de varas de los anteriores. Lástima que de esos si no tengo hijos.
Pero para ser honesta, como cualquier mortal tuvo sus defectos, en realidad a mi poco me importaron y me importan. Me quedo con las virtudes, las enseñanzas y las sorpresas. Recuerdo una esquina de ropa de hombres famosa en la calle Florida donde el sostenía contra mi escepticismo infantil que había una fuente con perfume, y allá fuimos a que metiera la mano en ella. A partir de ahí y por muchos años sus dichos fueron leyes del universo para mí y volver a ver esa etiqueta escocesa en cualquier prenda vuelve a meter mi mano en la fantasía hecha realidad.
Pero claro, la vida rueda siempre a su ritmo y yo crecí y el envejeció. Sus reflejos no eran los mismos y los viajes por Paseo colón de regreso a mi casa con mi abuelo al volante no tenían nada que envidiarle a la mas brava de las montañas rusas del Ital Park con los condimentos de los comentarios de los otros conductores- Yo ya era adolescente en ese momento y me daba un poco de vergüenza. Todavía me arrepiento cuando le decía que me tomaba el colectivo, para no pasar por ese momento. Supongo que le debe haber dolido, pero era un hombre grande e inteligente. Habrá pensado que yo quería ser independiente.
Cuando empecé la carrera era feliz escuchándome contarle mis experiencias de alumna universitaria que yo a veces agrandaba un poco para verle brillar más las pupilas. Nada más útil para el ego de una niña intentando ser adulta, muerta de miedos, que escuchar que tu abuelo, el gran gigante de tu vida te mire con admiración.
Yo me separe de mi primer matrimonio y fui a notificarlo, como correspondía a nuestra estrecha relación, me dijo, hace lo que te parezca pero no te quedes sola, es lindo llegar y decir en vos alta “ya llegue”. Ahora lo hago como una forma de exorcismo cuando llego a mi casa. Sin una letra de mas ni una de menos. Se fehacientemente que me está escuchando y es feliz de saber que alguien me está esperando.

Pero la vida no se detiene y todos tenemos un ocaso de alguna u otra manera. Me toco a mí, por decisión propia, decirle que su único hijo, mi papá había muerto. Y esa vez el gigante se sentó en la cama para que yo lo abrazara como solo él me había enseñado. Y vi un oso enorme llorar como un chico agarrado a mi cintura. Y sentí que ese momento devolvió algo de lo que él tanto me había regalado. Y con los años me dio su último regalo. Eli día que sabía que iba a morirse me tomo la mano, me dijo no te vayas, no me sueltes, y con una gran sonrisa se fue a algún lugar que por su cara de calma no tengo dudas que fue placentero. Desde ese día el miedo a la muerte para mí fue un problema resuelto.Me enseño tres cosas en la vida, que se puede vivir feliz a pesar de las dificultades , que los momentos de felicidad son efímeros y hay que generarlos y que morirse no es nada malo, al contrario, yo se que ese día el va a tomar de nuevo mi mano. Mientras tanto me levanto cada día con su bata de seda de amuleto, y tengo en mi cocina sus frascos de Glostora llenos de fideos y condimentos.

martes, 30 de marzo de 2010

Corazón de desierto




Hay gente que tiene por dentro selvas tupidas, exuberantes, húmedas ,
vergeles llenos de orquídeas de perfumes penetrantes, aromas dulces, chillidos de pájaros.
Yo en cambio tengo alma de desierto, arena lisa, silencio hondo, horizonte infinito de matas oscuras, dónde espinosos arbustos dan su savia a las cabras que el cóndor sobrevuela.
Pero cada tanto, de los espinosos cardos surge una gota de sangre, y desafiante transformo lo árido en primavera.
Y ahí, en ese páramo mudo , mi corazón late al ritmo de la flor que crece rompiendo el silencio.

TODOS ELLOS


Soy el que me quiere, el que me odia.

el que me ayuda, el que me ignora.

El que me conoce , el que no me entiende,

El que me busca, el que me escapa,

el que todavía no me encuentra.

El que tiene frío,

el opulento,

el descalzo,

el poderoso,

el más ignoto.

Hoy,

soy todos ellos.

domingo, 21 de marzo de 2010

y Neruda me dijo porqué me gustan los cactus...

ODA AL CACTUS DE LA COSTA Pequeña masa pura de espinas estellada, cactus, de arenas, enemigo, el poeta saluda tu salud erizada: en invierno te he visto: la bruma carcomiendo el roquerío, los truenos del oleaje caían contra Chile, la sal tumbando estatuas, el espacio ocupado por las arrolladoras plumas de la tormenta, y tú, pequeño héroe erizado tranquilo entre dos piedras, inmóvil, sin ojos ni hojas, sin nidos ni nervios, duro, con tus raíces minerales como argollas terrestres metidas en el hierro del planeta, y encima una cabeza, una minúscula cabeza inmóvil, firme, pura, sola en la trepidante oceanía, en el huracanado territorio. más tarde agosto llega, la primavera duerme confundida en el frío del hemisferio negro, todo en la costa tiene sabor negro, las olas se repiten como pianos, el cielo es una nave derribada,enlutada, el mundo es un naufragio, y entonces te escogió la primavera para volver a ver la luz sobre la tierra y asoman dos gotas de la sangre de su parto en dos de tus espinas solitarias, y nace allí entre las piedras entre tus alfileres, nece de nuevo la marina primavera, la celeste y terrestre primaavera. Allí de todo lo que existe, fragante, aéreo , consumado, lo que tiembla en las hojas del limonero o entre los aromas dormidos de la imperial magnolia, de todo lo que espera su llegada, tú, cactus de las arenas, pequeño bruto inmóvil, solitario, tú fuiste el elegido y pronto antes que otra flor te desafiara los botones de sangre de tus sagrados dedos se hicieron flor rosada, pétalos milagrosos. Así es la historia, y ésta es la moral de mi poema: donde estés, donde vivas, en la última soledad de este mundo , en el azote de la furia terrestre, en el rincón de las humillaciones, hermano, hermana, espera, trabaja, firme con tu pequeño ser y tus raíces. Un día para tí , para todos, saldrá desde tu corazón un rayo rojo, florecerás también una mañana: no te ha olvidado , hermano, hermana, no te ha olvidado, no, la primavera: yo te lo digo, yo te lo aseguro, porque el cactus terrible, el erizado hijo de las arenas, conversando conmigo me encargó este mensaje para tu corazón desconsolado. Y ahora te lo digo y me lo digo: hermano, hermana, espera, estoy seguro: No nos olvidará la primavera
Pablo Neruda

MIRA QUIEN LLEGA CONSUELO, de gabo


Mira quien llega Consuelo, mirá quién llega

ha venido la muerte Consuelo

¿para quién llega?

es una muerte clara, es una muerte lenta

la muerte trae una niña Consuelo

para que aprenda.

Aprenderá jugando, con caballos domados,

con animales viejos, Consuelo, y con peces dorados.

Le da las cosas simples, debe aprender jugando

con leones de circo , Consuelo, y con enamorados.

La niña arrastra a la muerte Consuelo , cansada ya de jugar.

La muerte anima a su niña consuelo, al amor lo mata mal.

Servile algo a la muerte, Consuelo, dulce, leche y pan.

Que alimentar su niña , Consuelo, tiene a la muerte mal.




Gracias Gabo Ferro ........

miércoles, 17 de marzo de 2010

TRAMPA


Y si, hice trampa a los 8 años. Era el cumpleaños de María José Larraburu.
María José Larraburu era una chica pálida, con cara triste y sin amigos . No hablaba con nadie, era misteriosa y seria. No era en realidad amiga mía, pero terminé en su cumpleaños debido a que su tía había sido compañera de escuela de mi mamá.
Los cumpleaños de María José Larraburu eran raros, bizarros, un grupo de chicas del colegio que sabíamos perfectamente que la festejada no era amiga de nadie, pero estábamos ahí por distintas razones. No fui a muchos de esos cumpleaños y con los años María José se cambio de escuela y le perdí el rastro.
Pero este cumpleaños en particular dejo una marca en mi vida. Como eran cumpleaños difíciles de llevar debido al carácter inhóspito de la festejada, la madre y la tía de María José organizaban una parafernalia de juegos, magos, regalos y rifas para que el cumpleaños tuviera sus atractivos y por lo tanto asistentes, entre las que me encontraba yo, al margen de mi compromiso familiar.
El que voy a narrar fue el de cuarto grado, donde sin desmerecer los manjares y entretenimientos, el momento culminante era una rifa con un montón de muñecas y artículos varios para niñas, pero el premio mayor, para mi completa alegría, era un libro. Si me parece que lo estoy viendo, ahí paradito, entre juguetes de plástico de escaso valor para mi, una niña ya lectora voraz a esa edad.
“Los Hollister van al circo” tapa dura, el número 5 de una colección de 33 libros de los Hollister. Y lo sé porque mi abuelo me completó luego la colección, mes a mes, a partir de éste, rifado en el cumpleaños.
Éramos muchas, yo apretaba mi número celeste entre las manos tratando de no abollarlo demasiado pero sin poder contener la emoción de ganarme el primer premio.
El cumpleaños pasaba, la rifa era al final de la fiesta. En un cruce con la tía en la cocina, me saluda, pregunta por mi mamá y me dice así como al pasar “¿a vos que número te tocó?” El dieciocho le digo, sin sospechar, en mi inocente corazón de 8 años lo que iba a acontecer más tarde.
Al comenzar la rifa la mamá y la tía se pararon frente a los sillones y comenzaron a sacar los números ganadores. Cada pulsera o muñequita que me perdía, eran para mí una aproximación a la posibilidad de ganar ese libro tan deseado. El corazón me saltaba adentro, y abollaba el número en el bolsillo de mi vestido.
Cuando llega el momento del primer premio, la tía de María José, con cara de nada dice _“¡dieciocho! ¿Quien tiene el 18? “
Yo estaba atónita, el libro era mío. ¿Cómo había hecho para sacar de la bolsa justo mi número? Me levante como flotando, me dieron el libro, lo abrace, me reí como loca, ni siquiera me daba cuenta de lo que había pasado, mis inocentes 8 años me dejaban fuera de la complicidad. Hice trampa, mejor dicho, acepte la trampa sin siquiera darme cuenta.
Para mí era una rifa cualquiera, con los años , cuando conocí otras cosas me di cuenta que ese libro tomo 5, el primero de mi colección, había llegado a mis manos en forma ilícita. Pero eso a quién le importa ahora. ¿Cierto?

martes, 16 de marzo de 2010

robando maravillas para compartir

Felicidad clandestina

de Clarice Lispector , maravillosa escritora brasileña contemporánea.

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras.
¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.

ZEN


Viento en los árboles
sol seco
la zamba preferida de fondo
el ruido del agua del riego
el mate como eterna compañía
los pájaros que cruzan volando
y esa sensación de estar
en vos
y en casa.