miércoles, 31 de marzo de 2010

17 de junio


Mi abuelo fue el hombre de mi infancia, quizás porque mi papá estaba muchas veces enfermo , quizás porque el carácter de ambos era diferente, pero indudablemente el abrazo de oso siempre vino de mi abuelo. Y esto lo digo con fundamento. Mi abuelo medía un metro noventa y pesaba según él , aunque todos lo dudabamos, 150 kilos en la balanza. Eran un gigante querible.
Mi abuelo vestía de lunes a lunes traje oscuro, camisa blanca impoluta con monograma O.J.M. y moño de seda, una rareza de la elegancia masculina ya en extinción. Olía siempre a hombre recién afeitado y usaba colonia inglesa que sacaba de un frasco enorme de etiqueta dorada y roja y se esparcía con golpes de titán en los cachetes. Cuando salía del baño yo entraba a oler ese olor con fruición y esperaba la mágica frase que decía, te lleno la bañadera , donde me metía como una Esther Williams de 5 años. Cabe aclarar que la bañadera de mi abuelo era enorme y blanca con unas canillas gigantes de bronce que goteaban un sordo pluc pluc que era música para mis precoces oídos de niña melómana.
Tenía la gloriosa combinación de saber comer y saber cocinar al mismo tiempo con fondos de Larralde. Los sábados la cocina de mi abuelo olía a fiesta. No era que mi abuela no cocinara, lo hacía y bien. Pero el sábado la cocina pasaba de mano y era el reino de mi abuelo. Las ollas hervían pastas caseras, después carnes acompañadas de delicias y solo el postre quedaba en manos de la reina culinaria saliente, o sea mi abuela que a regañadientes, ese día no era la estrella de la cocina.
Una vez por año mi abuelo hacía caracoles, rito tano de paciencia y cierta crueldad, en el que yo participaba de reojo porque me daban pena esos bichos encerrados bajo una loseta comiendo solo polenta para después ir a parar a la olla hirviendo. Pero debo decir que me los comía con felicidad, no sé si porque me gustaban o porque mi abuelo siempre decía con orgullo, mi nieta come caracoles desde chica, que nene come caracoles así, sin hacer un problema. Y yo decidí a los seis años que los caracoles eran un manjar de los dioses y lo sigo sosteniendo. Todavía oigo el tintineo de los caparazones en el plato hondo y me suena a música celestial.
A pesar de haber vivido grandes dolores, tenía el don de carácter de fabricar a diario grandes felicidades , manejaba un enorme Desoto negro , para mí como una carroza que mantuvo por años sin dejarse entusiasmar por autos modernos y estilizados. Para subirnos había que saltar un poco, el auto era alto y mi hermano y yo dos enanos claro. Y mientras manejaba contaba cuentos y poesías que nos hacían aprender para su delicia y todavía recuerdo, El negro Falucho que fue muerto en el mástil custodiando la bandera, Rudecinda y su Ciriaco que bajaban el faldeo prendiditos de la mano , y sostenía que en el techo iba un lorito charlatán que nos contaba cuentos que tuve que admitir con los años que salían de su estómago y su boca entrecerrada. Mi primer desilusión no fueron los reyes magos ni papá Noel, como el de cualquier chico que se precie. Tuve que admitir antes que eso y con más resignación que no había ningún lorito en el techo del Desoto , calculo que alrededor de los 10 años. Ya era inadmisible pasar por tan ingenua , creo, a esa edad. Igual con mi hermano lo mantuvimos en secreto un tiempo más, o se hizo el engañado más bien para no romper con esa magia familiar de años.
Los sábados a la noche, cada tanto, dormíamos en su casa. Su enorme cama que hacía honor a su tamaño corporal claro, se transformaba, silla dada vuelta mediante cubierta por sábanas , en una carpa de indios dentro de la cual se cenaba pollo con arroz o churrasquitos de lomo en pan. De más está decir que mi mamá nunca estuvo de acuerdo con semejante descontrol y que no hubo campamento escolar que me entusiasmara después de semejante experiencia de permisividad y diversión bajo una carpa hecha de sábanas.
Mi abuelo vivía en una casa con patio de baldosas y una fuente española en el centro que por alguna rareza que nunca averigüé, en lugar de tener agua tenía tierra con pensamientos violetas y amarillos en invierno y corales rojo furioso en verano custodiados por sapos de cerámica que abrían su boca para decir quién sabe qué cosa, ya que como explique, debido a la falta de agua , no podían largar nada por las bocas abiertas para tal fin. Contra las paredes cultivaba con amor y riego las más grandes hortensias que jamás vi, y juro que a pesar de mi corta estatura y perspectiva sesgada, eran igual mucho más altas que él, y por lo tanto , de más de dos metros. Y en un rincón de las hortensias, un banco de quebracho hecho por sus propias manos era su refugio para disfrutar el jardín y claro, también el mío donde yo armaba mi casita de muñecas improvisada.

Fue un hombre de intensas pasiones, aparte de mí, disculpen la megalomanía pero con mi abuelo es así, tenía adoración por mi abuela, una señora morocha y con clase que sabía llevarlo para el lado de sus deseos con calidad de hembra que se sentía amada. Mi abuela, con las más bellas piernas que conocí , un don para tratar al hombre y un rodete oscuro y elegante que él amaba, se llamaba Angélica, pero él, vaya a saber por qué capricho y complicidad matrimonial le decía Genoveva y como palabra mágica ella salía tras sus pasos. Por qué Genoveva, preguntaba yo, y ella con orgullo me explico que era por Genoveva de Brabante, mítica reina del 1200 y esposa de Sigfrido y ahí comenzó el bichito de la curiosidad por la literatura.
Mi papá y mi mamá me inculcaron el amor a los libros, pero fue mi abuelo el que a partir de los 6 o 7 años, como un rito de entrega y dedicación pasaba por mi casa el último día del mes a traerme el nuevo libro para mi colección que corría a buscar a la librería El Ateneo al cobrar su sueldo. Le debo a él mi primera biblioteca, el orgullo de tenerla y el placer de esperar el próximo libro con la certeza que no iba a faltarme que no es poco para la ansiedad de una niña de ocho años.
Así como amaba la vida social amaba la naturaleza y todavía lo recuerdo en pantalón corto y botines, como él los llamaba , haciendo pozos, plantando agapantos en cantidades irrisorias, nunca dije que era un hombre medido para ser honesta, pero gracias a esto fui llevando hijos de sus plantas a cada casa que tuve como un exorcismo contra las desgracias y para contagiarme de su filosofía. Agarraba la pala horas y se empapaba como un burro. Si yo le decía que estaba todo mojado, él me contestaba que así eliminaba las toxinas de la ciudad. Ahora sé que no es tan cierto pero no sería capaz de contradecirlo ni ahora que ya no está. Y aunque ya no tenemos esa chacra paso por la puerta para ver su cuarta generación de sauces plantados por él mismo de varas de los anteriores. Lástima que de esos si no tengo hijos.
Pero para ser honesta, como cualquier mortal tuvo sus defectos, en realidad a mi poco me importaron y me importan. Me quedo con las virtudes, las enseñanzas y las sorpresas. Recuerdo una esquina de ropa de hombres famosa en la calle Florida donde el sostenía contra mi escepticismo infantil que había una fuente con perfume, y allá fuimos a que metiera la mano en ella. A partir de ahí y por muchos años sus dichos fueron leyes del universo para mí y volver a ver esa etiqueta escocesa en cualquier prenda vuelve a meter mi mano en la fantasía hecha realidad.
Pero claro, la vida rueda siempre a su ritmo y yo crecí y el envejeció. Sus reflejos no eran los mismos y los viajes por Paseo colón de regreso a mi casa con mi abuelo al volante no tenían nada que envidiarle a la mas brava de las montañas rusas del Ital Park con los condimentos de los comentarios de los otros conductores- Yo ya era adolescente en ese momento y me daba un poco de vergüenza. Todavía me arrepiento cuando le decía que me tomaba el colectivo, para no pasar por ese momento. Supongo que le debe haber dolido, pero era un hombre grande e inteligente. Habrá pensado que yo quería ser independiente.
Cuando empecé la carrera era feliz escuchándome contarle mis experiencias de alumna universitaria que yo a veces agrandaba un poco para verle brillar más las pupilas. Nada más útil para el ego de una niña intentando ser adulta, muerta de miedos, que escuchar que tu abuelo, el gran gigante de tu vida te mire con admiración.
Yo me separe de mi primer matrimonio y fui a notificarlo, como correspondía a nuestra estrecha relación, me dijo, hace lo que te parezca pero no te quedes sola, es lindo llegar y decir en vos alta “ya llegue”. Ahora lo hago como una forma de exorcismo cuando llego a mi casa. Sin una letra de mas ni una de menos. Se fehacientemente que me está escuchando y es feliz de saber que alguien me está esperando.

Pero la vida no se detiene y todos tenemos un ocaso de alguna u otra manera. Me toco a mí, por decisión propia, decirle que su único hijo, mi papá había muerto. Y esa vez el gigante se sentó en la cama para que yo lo abrazara como solo él me había enseñado. Y vi un oso enorme llorar como un chico agarrado a mi cintura. Y sentí que ese momento devolvió algo de lo que él tanto me había regalado. Y con los años me dio su último regalo. Eli día que sabía que iba a morirse me tomo la mano, me dijo no te vayas, no me sueltes, y con una gran sonrisa se fue a algún lugar que por su cara de calma no tengo dudas que fue placentero. Desde ese día el miedo a la muerte para mí fue un problema resuelto.Me enseño tres cosas en la vida, que se puede vivir feliz a pesar de las dificultades , que los momentos de felicidad son efímeros y hay que generarlos y que morirse no es nada malo, al contrario, yo se que ese día el va a tomar de nuevo mi mano. Mientras tanto me levanto cada día con su bata de seda de amuleto, y tengo en mi cocina sus frascos de Glostora llenos de fideos y condimentos.

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