martes, 27 de octubre de 2009

dios vive en San Mauricio





San Mauricio mide cuatro cuadras alrededor de una plaza. La casa principal, casco de la antigua estancia conserva sus paredes en pie, los pisos de pinotea derrumbados dejando ver los sótanos, los techos con flores pintadas en papel , un patio de baldosas de granito dibujadas , un aljibe de cuento de las mil y una noches y un zaguán de pisos color a gloria y el entramado de un antiguo vitraux inglés que aprovechan las enredaderas para crear una nueva obra de arte.
Al lado de la casa está, también en ruinas, la iglesia del pueblo, con importantes columnas difíciles de abrazar por una sola persona y una puerta de cedro bellísimamente tallada que dice el año de su construcción. Solo habitan la casa y la iglesia miles de palomas caseras y un casal de búhos campanario de blanco inmaculado. Un vaqueano que daba agua a sus vacas en el camino nos contó que habría no más de cinco habitantes en el pueblo.

Pero no comprendí tanta desolación hasta que llegue a la estación de tren y ahí me di cuenta que Dios vivía en la estación de San Mauricio. Y si el mismo Dios vive en la estación, qué necesidad hay de que haya mucha gente viviendo en el pueblo.
El camino a la estación es un típico camino guadaloso de la zona, pero llegando a la estación, una doble fila de enormes eucaliptus hacen techo y sombra al viajero. En la casa de la estación oficialmente no vive nadie, pero sus pisos relucen de cerámica colorada y pinotea intacta. El ala posterior de pisos de ladrillos lustrosos juega con las luces de las chapas y las ventanas dándole una sensación de caleidoscopio al alma.
Notablemente no hay nada tirado ni sucio y aunque no hay muebles ni enseres, para qué los querría Dios de todos modos, el hogar de la sala de espera tiene bien acomodados unos leños para cuando Dios recibe visita.
Las vías de San Mauricio no están solas, a cada lado de ellas, Dios como demostración de su poder, acumulo titánicas parvas de enormes durmientes de quebracho. Frente a las pilas de quebracho están los tres galpones.
Entrar en ellos , solo y en silencio es como levitar, el piso cálido de adoquines de madera da ganas de andar descalzo, el viento chifla musical entre las chapas, y un juego especial de luces que solo Dios puede manejar, iluminan artísticamente los tirantes. Basta pararse al costado de las puertas, dejarse acariciar por el viento, sentir el batir de sus palomas de la paz y sus búhos sabios para comprobar, ya sin ninguna duda, que hace rato que Dios eligió vivir en San Mauricio.

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